¡Ay, la hermosa y ya lejana juventud! Cuántos recuerdos atesoro. Pero, sin duda, uno de los mejores tuvo lugar en el verano de 1992.
Treinta años atrás.
Recuerdo con nitidez aquel lejano año de 1992. España estaba en plena ebullición entre las Olimpiadas de Barcelona 92 y la Expo de Sevilla molábamos mucho. Definitivamente estábamos de moda. Y además, a primeros de mayo me eché novia. Mi primer amor nada menos. Y había ocurrido en la Fiesta de las Cruces de mi pueblo. ¡Todo era perfecto!
A mediados del mes de agosto andaba yo por el pueblo, soportando los rigores de la canícula manchega. Visto con la perspectiva que otorgan estas tres décadas, parece que antes no hacía el calor de ahora y sí, hacía un calor de espanto.
Pasaba los días disfrutando de mis primos y amigos del pueblo, carteándome con la que, por entonces, era mi novia, Vanessa, yendo a la piscina con mi tía Lourdes y saliendo por las noches, único momento de tregua térmica de la jornada, a tomar un refresco al bar de Taparrajas, en Carrizosa.

Sorpresas amorosas.
Justamente por estos días tomé la decisión de irme de viaje por mi cuenta y riesgo. ¡Después de todo ya tenía 18 años y era mi primer amor! Sí, ya era mayor. Iría a visitar a mi novia a su sitio de veraneo; un pintoresco pueblo de Castellón. Viver de las Aguas, por más señas.
Excitado con tal perspectiva, le conté mi plan a un amigo, Antonio y le pareció genial. Tanto que me copió la idea y decidió darle una sorpresa a su prometida que también andaba pasando sus vacaciones en otro pueblo cercano a Carrizosa. Dado que la idea había sido mía, me vi en la obligación moral de acompañarle, a pesar de que no era yo muy amigo de las motos. Menos aún de viajar de paquete en una Vespa.
Las motos y yo.
Enardecido, en la tarde del 9 de Agosto de 1992, el bueno de Antonio agarró el ciclomotor de su hermano y allá fuimos los dos a dar la sorpresa romántica a su amor. Dicen que la ilusión da ruedas al corazón. Pero las de aquella Vespa, no debían ser muy fiables.
Iríamos por la mitad del camino cuando, sin comerlo ni beberlo, nos regalamos una soberana leche en aquella ardiente Nacional 430. ¿El resultado? Mis primeros pantalones (y últimos) de la marca Liberto, destrozados y su camisa hecha jirones. Bueno, ni eso; la camisa, como la moto, era de uno de sus hermanos.
La épica del guerrero.
Echando un vistazo al panorama decidimos continuar la aventura. ¡Iba a ser espectacular contemplar la cara de la muchacha cuando nos viera llegar, heridos, ensangretados y maltrechos! ¡Casi como héroes de guerra! ¡Lo que digo, iba a ser de cine! Y efectivamente: así fue…
La muchacha recibió a mi amigo con más frialdad que el abrazo de una suegra. Aún viendo que estábamos desollados, le espetó un impío: ¿Y tú que haces aquí…?
Me quedé de piedra. ¿Podía haber salido peor? Podía. A los diez minutos la chica decidió poner fin a la relación. JUSTO EN AQUEL MOMENTO.
Tras los pertinentes sollozos y ante la falta de explicaciones de la muchacha (que maldita la falta que hacían, pues aquello estaba más claro que el agua), procedimos a regresar. La vuelta en moto la recuerdo como una carrera al infierno. Un tipo desolado, llorando en silencio y a toda pastilla por aquella carretera que ya habíamos catado a la ida. Yo iba de paquete, con el casco puesto y cantando, a voz en grito, el éxito de aquel verano: Historias de amor, de OBK. No se me ocurría nada más inapropiado para la situación. Parecía que, el tema sorpresas, entrañaba algo de peligro…
Ya en Carrizosa, rumiaba un servidor la idea de darle una sorpresa a Vane con otra perspectiva. Mira que si llego allí y… No, seguro que a mí no.
De camarero a mochilero.
Pero yo, que no me amilano ante nada me puse a lo mío. Busqué un trabajo y lo encontré: camarero en las fiestas de Carrizosa. Necesitaba dinero para viajar, una tienda de campaña (la opción de hotel me parecía inalcanzable, además de que en Viver no había ninguno, dato a tener en cuenta) y algo de comida.
El bar de María, en la plaza del pueblo, fue mi debut laboral. Allí, entre gentes contentas, algún tipo extraño (recuerdo al parroquiano que traía de casa su propio vaso, uno enorme con la efigie del general Franco) y las visitas de algunas mocitas que, atraídas por mi hipotético parecido con el cantante Alejandro Sanz, se dejaban la paga en Cacaolats y Fantas, a cambio de una palabra amable y una sonrisa, transcurrieron los días de fiesta.
Cuarenta mil pesetas por cuatro noches de trabajo. En aquellos momentos me parecía un sueldo de ministro. Fui camarero de barra, que el asunto de la bandeja ya era para profesionales.
Nada más acabar aquel breve periplo hostelero, mi padrino, Antonio Lillo me llevó a Villanueva de los Infantes y allí, adquirí mi tienda de campaña, una Altus que aún conservo y una mochila, también Altus modelo Alpamayo de 80 litros. Claro está, las pagué a precio de Gucci. Pero es lo que había.
El viaje a ninguna parte.
Viajar hasta aquel rincón perdido de la geografía española no fue ningún regalo. Tardé 24 horas en recorrer una distancia que, en coche, a día de hoy, habría hecho en menos de 3 horas y media. Pero hablamos de 1992. Sin carné, sin coche y viajando en autobuses. Mis padres me acercaron hasta la estación de Villanueva de los Infantes y allí, a las diez de la mañana de un soleado 18 de agosto de 1992, comenzaba mi viaje a ninguna parte.
La excursión, en aquellos primeros años noventa, sin Internet, sin móviles ni nada que se le pareciera, carecía de cualquier elemento que invitase mínimamente a la esperanza. A vista de adulto, era una completa y absoluta temeridad. La logística era tan genial que aparecí, como a las dos de la madrugada en la puerta de la vieja estación de tren de Castellón de la Plana. No había ni Dios. Pasé la noche en vela vigilando mi mochila y mi propia vida y a las 08:00 AM agarré otro autobús con destino, esta vez sí, a Viver de las Aguas. Dos horas y pico para 72 kilómetros. Bien.
Unos vecinos poco ruidosos.
Al llegar, más agitado que la maraca de un brujo, busqué un sitio en el que plantar mi tienda tipo canadiense y lo encontré. A las afueras del pueblo, bajo un árbol y pegadito a la pared de un corral para quitarme vientos. Todo perfecto. Salvo que la pared era la del cementerio municipal. Reconozco que no me percaté hasta que terminé de montar todo el invento. Claro, a las doce del mediodía, en agosto y con un sol estupendo, ¿quién dijo miedo? Además, ¡ya tenía 18 años! Eso de los temores a los muertos quedaba en el pasado.
Mis nuevos amigos de Viver de las Aguas.
Tras una parada técnica para comprar los víveres clásicos de un imberbe que no tenía la menor idea culinaria (una botella de Yop, o sea yogur bebible, una horchata y unos cereales), puse rumbo al centro urbano. No habría recorrido doscientos metros cuando me topé con un grupo de muchachos, con un par de años o tres menos que yo. Mi acento madrileño me delataba. Eso, unido a mis ojeras y la falta de sueño les hizo observarme con una curiosa mezcla de miedo y respeto. Para redondear la jugada les pregunté si aquello era Viver de las Aguas, en la provincia de Castellón. Una estupidez mayúscula pues, evidentemente, lo era. Supongo que lo hice por romper el hielo o porque 26 horas sin dormir habían formado ya cierta niebla mental en mi cerebro. A pie seguido, les describí el motivo de mi viaje y el aspecto de mi novia. Por supuesto, cuando superaron el shock me contaron que sí, que sabían de quién hablaba. Gracias a Dios ninguno pronunció la fatídica y temida frase: «¿Cómo? ¿Pero esa no es la novia del Ximo?» O algo por el estilo. Total, que trabamos amistad. Ya no estaba tan tirado. Xavi, Ernesto, otro Ernesto, José y Paco serían mi cuadrilla salvadora en esta aventura.
Les llevé hasta mi guarida, imaginando que en su fuero interno estarían temblando de miedo ante la solicitud de un desconocido de acompañarle fuera del pueblo, al lado del cementerio. Allí, ya vieron que servidor era un pobre diablo con altas posibilidades de salir malparado de aquel episodio de amor adolescente.
Misión cumplida.
A media tarde, acompañado de mis nuevos compinches, aguardé a Vane en el lugar por el que, teóricamente, debería ir de paseo. Y así fue. Aún recuerdo con emoción como la reconocí en la lejanía por su modo de andar. Cuando me vio, entornó los ojos en un gesto como diciendo, ¿es él?. Y sí, era yo. La alegría y la emoción fueron inmensos. ¡Ah, aquel primer amor!
La primera noche, y tras pasar un par de horas con mi novia, que como os he contado, no sabía nada del asunto y se llevó una sorpresa mayúscula (yo no podía dejar de pensar en la sorpresa de mi amigo Antonio una semana y pico antes), todo fue bien. Llegué a mi tienda, me desvestí, me introduje en el saco de dormir y… Prácticamente me desmayé de agotamiento.

El segundo día… Ay, el segundo día.
Pero el segundo día la cosa se comenzó a torcer. A última hora de la tarde andaba un servidor aseándose en la fuente del cementerio, con la cabeza llena de champú, sin camiseta y llevando un pequeño traje de baño como toda indumentaria. Estaba leyendo un viejo cartel que había sobre el grifo y que decía así: «Mayo de 1843. Soy la muerte, tu me ves, pues a esto has de parar. Ponte a recapacitar, dos veces al día o tres, teme al Mesías pues, esto es cierto, que hay un Justo Tribunal, y una Justicia segura, y una triste sepultura, que a todos nos hace igual. R.I.P.».
La lectura, no me cabe duda, no era la más indicada para un día de fiesta y, menos aún, para un tipo de dieciocho años cuya cama estaba a escasos metros de allí. ¿Quién piensa en la muerte con esa edad? Yo.

La luz del crepúsculo me recordaba que, en unas horas, la oscuridad sería la dueña y señora de aquel paraje y, para qué negarlo, se me encogió un poco el ánimo. Tal vez se encogiera algo más que el ánimo…
Andaba, como cuento, inmerso en aquellos lúgubres pensamientos, medio desnudo y con la cabeza enjabonada cuando, de repente, hizo su aparición una figura vestida de negro y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Ambos pegamos un grito y un salto. La pobre señora iba a echarle un padrenuestro al marido y se topó con un tipo de aquella guisa. Pedí disculpas y procuré abreviar el aseo. Asearse en un cementerio. ¿Cuántos hombres lo habremos hecho? Frankenstein, Drácula y yo. Pocos más.
Todo eran risas hasta que…
La velada, en plenas fiestas de Viver, transcurrió entre risas, amor adolescente y mofas a costa del susto anterior. Todo muy divertido y de mucho jiji y jajá hasta que llegó el momento de volver a mi campamento…
¡Ay amigo, que la cosa había cambiado respecto a la noche anterior!
En primer lugar yo ya no tenía tanto sueño y en segundo lugar mi imaginación… Esa maldita creatividad… ¡Oiga, que es que estaba pared con pared con los difuntos del pueblo!
Conforme avanzaban los minutos, cada ruido del exterior se me hacía más aterrador.
Un crujido se me antojaba el abrir de un ataúd; el ruido de la brisa entre los árboles me dibujaba en la cabeza el arrastrar del sudario de una fallecida junto a mi tienda.
Metido en mi saco de dormir, rozando los cuarenta grados de temperatura, no sabia que me asustaba más, si pasar así el resto de la noche o correr bajo la luna con mil fantasmas asediando mis pensamientos. O moría deshidratado o de un accidente cerebro-vascular.
Tomando decisiones.
Ante ese panorama, a eso de las cuatro de la madrugada y a punto de sufrir una fibrilación auricular, me armé de valor, bajé la cremallera de mi tienda y salí a escape. Desgraciadamente para huir de mi idílico campamento tenía que pasar justamente por la puerta misma del camposanto, cuya cancela era velada por una imponente cruz de piedra que, tres de aquella panda de hijos de satán que me había agenciado como colegas (Xavi, Ernest, Paco, os mando saludos), me dijeron que había servido para que una señora se ahorcara pocos días antes. Si era o no verdad no era el momento de dilucidarlo.

El fútbol y yo.
Nunca antes había corrido tanto. Ni yo, ni posiblemente ser humano alguno. Enfilé la Avenida de San Francisco como alma que lleva el diablo y, a las cuatro y diez de la madrugada aterrizaba en el campo de fútbol municipal (yo es que siempre he sido muy de servicios públicos). Salté la valla y a los pocos minutos, mientras recuperaba el resuello y la dignidad, me acomodaba sobre el mullido cemento, con las estrellas como techo: iba a dormir en las gradas del lugar aquel. Amanecí con la cabeza llena de cáscaras de pipas… Precioso. Y hasta ahí mi relación con el fútbol.
El resto de días transcurrieron con la alegría y el brillo propios de los dieciocho años. Al quinto día me quedé casi sin dinero para comida y tuve que comenzar con la segunda parte de mi plan gastronómico; la dieta clásica del toxicómano: batido de chocolate y cereales para desayunar-comer (todo en uno) y lo que surgiese para cenar. Vamos, que pasé más hambre que un piojo en un peluche. Por fortuna, Eva, una amiga de mi novia me dio cobijo en una suerte de sótano o planta baja y eso me libró de más noches a la intemperie. Especial recuerdo de la primera paella valenciana que un servidor probó de la mano de aquella santa que era la madre de la buena de Eva. Personas excelentes cuyo recuerdo atesoraré de por vida.
El 25 de agosto, cumpliendo mi novia sus 15 primaveras, tuve que regresar a mi Carrizosa. Por alguna razón el trayecto era infinitamente más corto. Viver-Valencia y Valencia-Albacete. Fin.
Una bienvenida con cinco dedos.
Al volver al pueblo, y gracias a la sordera de mi abuela Sofía, que confundió mi hora de salida con la de llegada, mis padres fueron obsequiados con una angustiosa espera de horas. Nada más aparcar el autobús en Albacete, mi madre liberó su tensión en mi rostro con un sonoro bofetón por el susto tan grande que habían pasado. Aquello me hizo entender que el culpable de la sordera de la abuela era yo. Y también comprendí cómo funciona la vida. Da igual si tienes o no la culpa, si te la vas a llevar, te la llevas. Sea justo o no. Aprendí.
En fin, que entre cartas manuscritas, malnutrición y piropos alejandrosanzeros transcurrió aquel, lejano ya, verano de mis dieciocho. Lo de verano loco nunca ha ido conmigo. O tal vez sí, pero era otra locura; la del amor.
PD: La vida, esa inmensa paradoja. Mi amigo Antonio, el de la sorpresa a la novia, acabó casándose con aquella mujer.